El papa Francisco ha regalado a la Iglesia
la exhortación apostólica Evangelii gaudium, donde nos ofrece preciosas
indicaciones para la tarea pastoral de la Iglesia en los años venideros. En
ella nos recuerda que «la familia
atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve especialmente grave porque se
trata de la célula básica de la sociedad, el lugar donde se aprende a
convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y donde los padres
transmiten la fe a sus hijos»1.
A partir de esta afirmación del papa surge
una pregunta fundamental: siendo esto así, ¿cómo evangelizar y cómo anunciar el
evangelio de la familia donde reina una concepción antropológica que conforma
la cultura dominante y que transforman la concepción y el sentido del amor, de
la sexualidad y de la corporeidad? Frente
a esta concepción, el Evangelio anuncia la buena noticia de que es posible
conocer el amor verdadero, un amor que se muestra como vocación, como
camino hacia una plenitud, que colma el corazón humano y lo hace libre y feliz.
1. VOCACIÓN AL AMOR, CENTRO DEL
EVANGELIO DE LA FAMILIA.2
Para vivir el amor verdadero debemos
preguntarnos acerca del origen de este amor. De esta cuestión se desprenden
otras como dónde descubrir la verdad del amor o de qué amor se ha servido Dios
para mostrar su amor y quién es el origen del amor y de la vocación al amor de
todo hombre. La respuesta solo la podemos encontrar en el misterio de Dios.
Descubrir un amor que nos precede, un amor que es más grande que nuestros
deseos, un amor mayor que nosotros mismos, lleva a comprender que necesitamos
aprender a amar. Este aprender a amar consiste, en primer lugar, en recibir el
amor, en acogerlo, en experimentarlo y hacerlo propio. Esto permite eliminar
toda concepción emotivista o voluntarista del amor: «Nosotros hemos conocido el amor que Dios nos tiene y hemos creído en
él» (Jn 4, 16).
La
verdad del amor se descubre en la unión del hombre y la mujer. Con la
creación del ser humano se descubre cómo el amor de Dios se hace realidad en la
vida humana, y cómo la diferencia sexual es una realidad originaria que nos
muestra la dimensión comunional del amor. Esta unidad dual es fecunda en la
unidad de los cónyuges y en la generación de los hijos.
Dios
se ha servido del amor esponsal para revelar su amor. La transformación
del amor humano en el amor de Dios no es algo circunstancial. Es tan permanente
y exclusivo como la unión de Cristo con
la Iglesia. Cristo, «por medio del sacramento del matrimonio (…) permanece
con ellos (los esposos), para que (…), con su mutua entrega, se amen con
perpetua fidelidad, como Él mismo ha amado a su Iglesia y se entregó por ella»3.
Por
tanto, «la vocación al amor es la que nos ha señalado el camino por el que Dios
revela al hombre su plan de salvación. Es en la conjunción original de los
distintos amores en la familia —amor conyugal, paterno filial, fraternal, de
abuelos y nietos, etc.— como la vocación al amor encuentra el cauce humano de
manifestarse y desarrollarse conformando la auténtica identidad del hombre,
hijo o hija, esposo o esposa, padre o madre, hermano o hermana»4.
2. LA ALEGRÍA DEL EVANGELIO DE LA
FAMILIA.
La verdad del Evangelio sobre el amor
humano y la bondad y belleza de toda vida humana se convierte, de este modo, en
fuente de alegría permanente. El mismo «Cristo
necesita familias para recordar al mundo la dignidad del amor humano y la
belleza de la vida familiar» 5.
Así,
la misión de los padres es insustituible y, como no cabe opción a delegar la transmisión de la vida ni de la fe,
tampoco cabe la posibilidad de que la
verdad del bien que es la familia para un hijo se les pueda comunicar de otra
forma que no sea viviendo en un hogar como comunión de amor; de ahí la
enorme responsabilidad de los padres, en primer lugar, de procurar que eso sea
así y, en segundo lugar, de las instituciones públicas de favorecer las
condiciones mínimas para poder llevar a cabo esa tarea dotando de la tutela,
ayuda y protección necesarias para la estabilidad y seguridad de las familias.
Esa alegría de la vida en familia forma parte de la naturaleza misma del ser
humano, debido a su inherente vocación al amor y a la felicidad.
Con respecto a la transmisión de la fe es
esencial que esta sea una fe viva, testimonial y alegre, traspasada por la
esperanza y la caridad. Sin esos elementos, la persona en general, y el niño en
particular, difícilmente podrá experimentar y hacer suyo que el mensaje que le
comunican en su hogar y en la vivencia de la parroquia encierra una verdad
auténtica; a lo sumo podrá llevarle a repetir frases vacías, comportamientos
miméticos que acepta sin comprender y sin hacerlos vida; no le llevará a vivir
con alegría, sobre todo cuando otros mensajes, en distinto sentido, lleguen a
sus oídos, a sus corazones, que terminarán por anular la experiencia de la
causa profunda y vital de dicha alegría.
Nadie en la comunidad eclesial
puede desentenderse de esta misión. Todos hemos recibido una vocación al
amor. Todos estamos llamados a ser testigos de un amor nuevo, de una gran
alegría, que será el fermento de una cultura renovada, que pasa por la defensa
del amor y de la vida como bienes básicos y comunes a la humanidad.
En esta fiesta de la Sagrada
Familia pidamos la gracia de experimentar la alegría del evangelio de la
familia y ser testigos de esta alegría en los hogares, en la Iglesia y en
el conjunto de la sociedad, de modo particular allí donde las diversas pobrezas
materiales, sociales o espirituales precisan de un anuncio convincente de
esperanza y salvación.
Nota de los Obispos de la Subcomisión para la Familia y Defensa de la Vida con motivo de la Jornada de la Sagrada Familia
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