Conjugando
el tiempo de la vida
Hemos
llegado al ecuador del adviento. Estas cuatro
semanas de preparación ya van mediando imparables nuestro camino. Es un tiempo que se me da para
poner nombre a la espera, porque el hombre no sabe
dejar de esperar. La vigilancia es vivir despiertos mientras esperamos. Vale la
pena escuchar ese grito de nuestro corazón que continuamente nos reclama al
milagro de una novedad que no caduque, de una verdad que no sea engañifa,
mientras reconocemos que Alguien, que como ningún otro y para siempre jamás,
tomó en serio ese grito, abrazó mi corazón humano, pudiendo desde entonces
reestrenar esperanzas y brindar felicidades.
Por eso las palabras que envuelven la Palabra de Dios
de este tiempo del adviento son la espera y la vigilancia. Una espera que nos asoma al acontecimiento que –lo
sepamos o no– aguardamos que suceda, y una vigilancia que nos despierta para no
estar dormidos cuando le veamos pasar. ¿Cómo estaba la gente que, por primera
vez, se las tuvo que ver con eso que nosotros hoy llamamos adviento? ¿A quién y
qué esperaban ellos? Había un gran grito que colgaba en sus gargantas:
necesitaban algo nuevo, Alguien nuevo. Efectivamente, necesitaban abrazar una
novedad que les arrebatase de sus zafiedades vulgares, de sus encerronas sin
salida, de sus dramas insolubles, de sus trampas disfrazadas, de sus odios y
tristezas, de sus errores y horrores... Alguien que de verdad fuese la
respuesta adecuada a sus búsquedas y anhelos. Era el primer adviento, la sala
de espera de Alguien que realmente mereciera la pena y les soltase la cautiva
posibilidad de ser felices.
El adviento cristiano entronca con la paradoja de
nuestra fe: hacer memoria de quien vino, desde la acogida de quien nunca se ha
marchado, para prepararnos a recibir a quien volverá. Este es el tiempo que nos
prepara a la celebración de la Navidad cristiana. Es posible una novedad que no
dependa de unas fechas pactadas, sino de algo que ha sucedido, de alguien que
está entre nosotros y que volverá. Esta es la enhorabuena que nos permite
brindar sin engaño mientras el viento del Adviento nos llena de esperanza
nuestro andar llenando el corazón y nuestra ciudad de alegría.
Y esto es lo que sucedió en los albores cristianos
cuando, como también sucede hoy, la tristeza tiene nombre reconocible, tiene
calle por la que transita y tiene calendario que la hace ingrata contemporánea
de la edad de cada cual. Pero si la ciudad se llenó de alegría (Hch 8,8)
es que algo sucedió en esas vidas, Alguien aconteció en medio de ellas. No se trata de una quimera, ni siquiera de un
legítimo deseo, sino de algo que ha cambiado la vida de personas y ha
transformado el claroscuro de una sociedad. Hay un cambio profundo que no es
fruto del cálculo ni de una estrategia, sino de algo más grande y gratuito que
proviene de la providente misericordia de Dios.
La
historia de este tiempo litúrgico habla de los tres advientos:
mirando al Señor que ya vino una vez (hace 2000 años),
nos preparamos a recibirle en su última venida (al final de los tiempos),
acogiendo al que incesantemente llega a nuestro corazón (en nuestro hoy de cada
día). Ahí tenemos la conjugación de los verbos de
la vida: el
pasado, el presente y el futuro, que se concentran en el reconocimiento del que
vino, del que volverá, del que siempre está a nuestro lado.
El Señor que llega, el hombre que le espera con una actitud vigilante. Esto es
el adviento cristiano, el que siempre se vuelve a empezar sin cansarnos nunca
de hacerlo.
+
Fr. Jesús Sanz Montes,
ofm-Arzobispo de Oviedo
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