( I )
+Mons. Juan Miguel Ferrer, subsecretario de la
Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.
1. La adoración
eucarística hoy, un soplo del Espíritu
El Concilio Vaticano II y la ulterior
“reforma litúrgica” significaron
para muchos el descubrimiento de la “participación activa” en la Misa,
la comprensión de la lengua en lecturas y, especialmente en las oraciones, que
facilitaba hacer de ellas alimento y guía para la propia vida cristiana.
En
tantos lugares se realizó una intensa catequesis litúrgica encaminada a
fomentar la participación mediante las posturas y gestos corporales, con los
silencios receptivos y mediante la palabra, con respuestas orantes,
aclamaciones y cánticos entonados por toda la comunidad. Y especialmente se
insistió en la recepción frecuente de la comunión eucarística, como cima de la
participación sacramental.
Todo
esto fue acompañado por un verdadero intento de renovación de la teología
eucarística que ayudase a relanzar pastoralmente, sea la dimensión “subjetiva”
de esta participación, es decir, su repercusión en la vida del creyente,
sus frutos, sea, particularmente, la proyección misionera,
apostólica y social de la misma.
De
este modo todo los que hemos vivido estos últimos 50 años de la historia de la
Iglesia hemos podido constatar muchos
frutos positivos de todo esto, pero
no podemos callar tampoco algunas
sombras.
En el
campo teológico las acentuaciones sobre los frutos y sobre el
fruto social, en particular, derivaron en diversos autores y
lugares en un auténtico desgajamiento
respecto a la dimensión objetiva del Sacramento (la presencia real y permanente por
medio de la transustanciación del pan y del vino), como se verificó en las
teorías de la transignificación o de la transocialización. Papa
Pablo VI con su encíclica “Mysterium fidei” (3 septiembre 1965) y
con el “Credo del pueblo de Dios” (30 junio 1968) y el beato papa Juan
Pablo II con su carta “Dominicae cenae” (14 febrero 1980) vinieron a
poner en claro la perenne verdad católica sobre la Eucaristía. Del mismo modo
los aspectos positivos de las nuevas corrientes teológicas, conciliables con la
verdad cristiana han sido asumidos en documentos del magisterio del beato Juan
Pablo II: carta apostólica “Vicesimus quintus annus” (4 diciembre
1988), Catecismo de la Iglesia Católica (1992-97), encíclica “Ecclesia
de Eucaristía” (17 abril 2003), carta apostólica “Spiritus et Sponsa”
(4 diciembre 2003), y carta apostólica “Mane nobiscum Domine” (7 octubre
2004), entre otros documentos, y de Benedicto XVI, singularmente su exhortación
“Sacramentum caritatis” (22 febrero 2007).
En lo
más estrictamente litúrgico y pastoral se verificó una “coagulación” litúrgica en la Misa. Toda la vida de piedad se centró en la celebración eucarística.
Desaparecen en tantos lugares las adoraciones eucarísticas, las novenas y
sermones autónomos. Todo pasó a celebrarse con la Misa. Y se produjo, en muchas comunidades cristianas, casi un olvido de otras formas de culto
eucarístico. Es cierto que en 1973 (21 junio) se publicó el
ritual de la Comunión y el Culto eucarístico fuera de la Misa, con
interesantes aportaciones sobre la adoración eucarística fuera de la Misa y
sobre la organización de los congresos eucarísticos. Pero también es cierto que
en estos años de controversia doctrinal en torno al Augusto Sacramento, con
tantas clarificaciones doctrinales de los Papas, tanto el nuevo Misal (1970)
como este Ritual eliminan
diversos gestos y signos de adoración presentes en la liturgia desde las
controversias eucarísticas medievales:
1. se
reduce mucho en la
Misa la posición de los fieles de “estar
de rodillas” (y en algunas comunidades llega, arbitrariamente, a
suprimirse del todo),
2. se
suprime ante la
custodia la genuflexión doble y
en la Misa se reducen también mucho las genuflexiones del
sacerdote y de los ministros del altar (llegando en algunos casos a
desaparecer, contra norma, todas las genuflexiones reemplazadas, en el mejor de
los casos, por inclinaciones profundas, o no tan profundas);
3. y
en el momento de comulgar se comienza por tolerar
la comunión “de pie”, (hasta eliminar casi universalmente los
comulgatorios), para pasar luego a eliminar la comunión “de rodillas”, sustituida
por un signo de veneración poco explicado, genuflexión o inclinación previas,
(que terminan por ser prácticamente ignoradas), y, finalmente se pasa a
autorizar la comunión “en la mano”, con una forma antigua, respetuosa y
cuidada, pero que se va imponiendo hasta obligar a los fieles a comulgar de
este modo, en algunos momentos (caso de los decretos ilegítimos de varias
Conferencias Episcopales con ocasión de la misteriosa epidemia de “gripe A”,
no hace tanto tiempo), y descuidando en muchos casos el modo, que se convierte
en rutinario y poco reverente, en no algunos casos, (esto sin tocar el tema de los abusos de una Eucaristía no
distribuida, sino “tomada” −autoservicio− que se han dado y aun
se dan en ciertas comunidades). Todo esto, lo “normal” y lo “abusivo”,
no deja de ser extraño y ajeno al común actuar de la Iglesia, que siempre venía
reforzando en la liturgia las oraciones y gestos que podían defender la fe
frente a los errores doctrinales que amenazaban al pueblo cristiano, aquí, en
este caso, fue todo lo contrario.
Si
tratamos de ofrecer una visión de conjunto de estos 50 años, a escala mundial,
tendremos que reconocer que en muchos lugares las aguas se ha ido encauzando
gracias al Magisterio de los Papas, al que hemos aludido, y a la acción tenaz
de algunos Obispos en sus diócesis. Pero tampoco podemos silenciar que en otros muchos lugares se ha producido una real perdida de la fe
eucarística del pueblo cristiano, un grave deterioro de los valores
religiosos y de la fe en general, debidos a causas muy variadas de orden
cultural (estamos viviendo una “revolución cultural” a escala mundial que
quiere hacer desaparecer de la vida social la cuestión religiosa), pero que
además han sorprendido a los católicos, en muchos casos, con las “defensas” muy
bajas. A lo que ha contribuido y sigue contribuyendo, por desgracia, en muchos
lugares del orbe católico, una mala formación teológica y litúrgico-sacramental
en particular en Facultades, Seminarios y Casas religiosas de formación.
En medio de este panorama, no positivo, el
Espíritu Santo ha soplado con su fuerza en el hogar de la Iglesia. Desde
hace más de veinte años en los ambientes carismáticos, entre las nuevas
realidades eclesiales, sea de Vida Consagrada o seglar, se ha desarrollado un potentísimo movimiento de espiritualidad
Eucarística, singularmente de adoración, dentro y fuera de la Misa.
Este
movimiento, que en gran medida surge fuera de la programación pastoral oficial,
ha de reconocerse como un grito de Dios que revindica su lugar, su tiempo, su
presencia en la vida de los hombres y en la misma vida social. Ya en el siglo
XIX, ante el imperio del laicismo liberal, la piedad eucarística y los primeros
Congresos Eucarísticos se presentaron como un dique que quería proteger los
derechos de Dios en la sociedad y el sacrosanto derecho de sus fieles a darle
culto público y a manifestar externamente su fe. Pero ahora, en el inicio del
tercer milenio, esta “ola eucarística”, que es la acción eclesial que hoy
agrupa a más fieles de la Iglesia católica en el mundo entero, “primavera eucarística” la llamó el
papa Benedicto XVI en su catequesis del miércoles 17 de noviembre del 2010,
dedicada a santa Juliana de Cornillon, toma tintes nuevos: más urgentes, fruto
de la sequía espiritual de nuestro mundo contemporáneo, de nuestra cultura
dominante.
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