«MAESTRO, ¡QUÉ
BUENO ES QUE ESTEMOS AQUÍ!»
Mc. 9, 2-10
En aquel tiempo, Jesús tomó consigo a
Pedro, a Santiago y a Juan, subió aparte con ellos solos a un monte alto, y se
transfiguró delante de ellos. Sus vestidos se volvieron de un blanco
deslumbrador, como no puede dejarlos ningún batanero del mundo.
Se
les aparecieron Elías y Moisés, conversando con Jesús. Entonces Pedro tomó la
palabra y dijo a Jesús: «Maestro, ¡qué bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer
tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías». No sabía qué
decir, pues estaban asustados.
Se formó una nube que los cubrió y salió
una voz de la nube: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». De pronto, al
mirar alrededor, no vieron a nadie más que a Jesús, solo con ellos.
Cuando bajaban del monte, les ordenó que
no contasen a nadie lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara
de entre los muertos. Esto se les quedó grabado y discutían qué quería decir
aquello de resucitar de entre los muertos.
Otras
Lecturas: Génesis 22,1-2.9-13.15-18; Salmo 115; Romanos 8,31b-34
LECTIO:
Jesús
se aleja temporalmente de la gente y del grupo grande de
discípulos para subir a la montaña acompañado sólo de Pedro, Santiago y
Juan. En la soledad y en
el silencio contemplativo Jesús queda transfigurado.
Su relación íntima con el Padre hace que a Jesús se le vea resplandeciente.
¿Qué experiencia tuvo Jesús en la montaña?
¿Qué apreciaron los discípulos? Estos se dieron cuenta que Jesús estaba muy
cerca del Padre. Se
dan cuenta de que Dios se revela en Jesús, de manera similar a como se reveló en otro
tiempo a Moisés y Elías;
que Jesús forma parte de la nube de la divinidad.
Los discípulos han podido probar esta
experiencia a partir de la humanidad de Jesús; una humanidad como la nuestra:
limitada, débil, caduca. Jesús se transfiguró ante tres discípulos a quienes
les costaba mucho aceptarlo: Pedro hace poco había intentado que Jesús se
hiciera atrás de su mesianismo; Santiago y Juan solicitaban un lugar de honor
en su reino. Jesús les hace ver que el Mesías de Dios es hombre como los demás,
como ellos mismos; y que la gloria no le viene de ser un hombre especial,
privilegiado, triunfante.
Él
es el Hijo amado. Así lo revela el Padre y así lo vive Jesús. Esta fue la
experiencia central de la vida de Jesús: vivir como amado. Y los discípulos son invitados a
escucharlo y a seguirlo,
aunque lo vean desacreditado, humillado, atrapado, perseguido, hombre de
dolores, crucificado.
MEDITATIO:
Jesús
toma la decisión de mostrar a Pedro, Santiago y Juan una anticipación de su
gloria,
la que tendrá después de la resurrección, para confirmarlos en la fe y
alentarlos a seguirlo por la senda de la prueba, por el camino de la Cruz. Y,
así, sobre un monte alto, inmerso en oración, se transfigura delante de ellos:
su rostro y toda su persona irradian una luz resplandeciente. (Papa Francisco)
La consigna para los discípulos y para
nosotros es esta: «¡Escuchadlo!». Escuchad a Jesús. Él es el Salvador:
seguidlo. Escuchar a Cristo lleva a asumir
la lógica de su misterio pascual, ponerse en camino con Él para hacer de
la propia vida un don de amor para los demás, en dócil obediencia a la voluntad
de Dios, con una actitud de desapego de las cosas mundanas y de libertad interior.
(Papa Francisco)
Dios
Padre, hoy,
como en la transfiguración, nos
dice: «Este es mi Hijo, el amado; escuchadlo». Estemos
atentos a escuchar a Dios en la oración. Leamos y comprendamos la Biblia, la
Palabra de Dios. Escuchemos a Dios, a través de los signos de los tiempos que
se nos presentan. Respondamos al Dios que nos habla. (Papa Francisco)
Con Pedro, Santiago y Juan subamos también
nosotros hoy al monte de la Transfiguración y permanezcamos en contemplación
del rostro de Jesús, para acoger su mensaje y traducirlo en nuestra vida; para
que también nosotros podamos ser transfigurados por el Amor. En realidad, el
amor es capaz de transfigurar todo. (Papa
Francisco)
ORATIO:
Concédenos, Padre, saber corresponder a tu
don con el abandono confiado en tus manos y ofreciéndote lo mejor que tenemos.
Ayúdanos a acoger humildemente esa muerte que se nos pide cada día y que es
nuestra entrega total: el sacrificio de nosotros mismos por la vida del mundo.
Sabemos
que Tú vives en nosotros
para
hacer resplandecer nuestra obscuridad
y
dar ánimo a nuestra existencia.
CONTEMPLATIO:
«Maestro, ¡qué bueno es
que estemos aquí!»
A los primeros discípulos no les fue fácil
entender que el Maestro moriría en la cruz. Por eso Jesús
les hizo subir a hasta el monte de la transfiguración, para que vieran,
escucharan y experimentaran lo que les esperaba al final del camino. Hoy también a
nosotros el Señor nos invita a tener la misma experiencia.
El Señor, nos llama al
Tabor, a la altura…, a ascender, a un diálogo con los grandes orantes de la
historia: Moisés y Elías. En ese diálogo es donde encontramos la iluminación,
el aliento, la fuerza para afrontar los retos de la existencia cotidiana.
Ahí, en el diálogo “escuchamos” y descubrimos el sentido último
de cuanto vivimos y somos. Escuchándole en silencio, el Señor, purifica todas
nuestras oscuridades, nuestros errores y cuanto somos queda “de un blanco
deslumbrador”.
«No
sabía qué decir, pues estaban asustados»
No podemos quedarnos siempre en el Tabor,
hemos de bajar, hemos de afrontar la vida con los hermanos, hemos de
transformar nuestra condición humana sin separarnos de los otros. Hemos de
escrutar como los discípulos “qué significa resucitar de entre los muertos”.
Elevar la vida cotidiana de toda dependencia, superar el miedo al futuro sin
protección, entregar el amor sin esperar nada a cambio, salir de la tristeza
por amor a otro.
■… Tal es la faz
de Dios, que ninguno puede contemplar y vivir en este mundo; es la belleza que
suspira por gozar todo el que ama a su Señor y Dios, con todo su corazón, con
toda su alma, con todo su espíritu, con todas sus fuerzas. Y si alguna vez es
admitido a esta visión, percibe, sin sombra de duda a la luz de la verdad, la
gracia que le ha prevenido. El contemplativo debe, pues, humillarse en todas
las ocasiones y glorificar en sí mismo al Señor, su Dios (Guillermo de
Saint-Thierry)