«…A TI TE LO DIGO, ¡LEVÁNTATE!»
Lc. 7,11-17
En aquel
tiempo, iba Jesús camino de una ciudad llamada Naín, y caminaban con él sus
discípulos y mucho gentío.
Cuando se acercaba a la puerta de la
ciudad, resultó que sacaban a enterrar a un muerto, hijo único de su madre, que
era viuda; y un gentío considerable de la ciudad la acompañaba.
Al verla el Señor, se compadeció de ella
y le dijo: «No llores». Y acercándose al ataúd, lo tocó (los que lo llevaban se
pararon) y dijo: «¡Muchacho, a ti te lo digo, levántate!». El muerto se
incorporó y empezó a hablar, y se lo entregó a su madre.
Todos, sobrecogidos de temor, daban
gloria a Dios, diciendo: «Un gran Profeta ha surgido entre nosotros», y «Dios
ha visitado a su pueblo». Este hecho se divulgó por toda Judea y por toda la
comarca circundante.
Otras Lecturas: 1Reyes 17,17-24; Salmo 29; Gálatas 1,11-19
LECTIO:
A Jesús se le
conmueven las entrañas al ver el dolor de esta viuda. Y aquí tenemos una de las
grandes lecciones de este evangelio: Dios está a nuestro lado cuando sufrimos. Dios no es indiferente a nuestro dolor.
Nuestra vida, nuestros problemas y dificultades no son ajenos a Dios, no
se olvida cuando nos van mal las cosas.
Ante el dolor de la madre y siendo
consciente de la situación en que ésta se quedaba (sola en el mundo) Jesús
decide restituir la vida al difunto. Y se lo entregó a su madre. A esta mujer
este gesto de Jesús le devolvería la esperanza y las ganas de vivir.
Ante esta actuación de Jesús y esta obra
de caridad hacia la mujer, la gente alabó a Dios por su grandeza y rompieron en
este grito: “Dios ha
visitado a su pueblo”.
Esta buena noticia se extendió por toda la
comarca. Y ahora, ¿qué podemos aprender
nosotros?
Lo primero: que Dios nos acompaña muy de
cerca en la hora del dolor.
Lo segundo: que es posible que hoy Dios no
resucite físicamente al hijo de la viuda de Naín, pero ¿no se siguen haciendo
hoy verdaderos milagros en
nombre de Dios? A cuanta gente se le cura, se le da de comer, se le escucha, se
le atiende, se le acompaña, se le da esperanza, se le anuncia la Palabra...
Alabemos a Dios por ellos. Y luego, vayamos
a contarlo.
MEDITATIO:
Hoy recibimos una llamada a la ternura, a revestirnos de entrañas
de misericordia, para que muchos recuperen y
recobren el sentido de la vida, la ilusión por vivir de manera generosa y
esperanzada. Jesucristo es la vida, el Evangelio es vida, la compasión engendra
vida. Este señorío sobre la muerte no impidió a Jesús experimentar una sincera
compasión por el dolor de la separación… Él es la imagen, más aún, la
encarnación de Dios, que es amor, misericordia, ternura paterna y materna, del
Dios que es Vida (Benedicto XVI)
“Muchacho, a ti
te lo digo, levántate”.
Cuando el joven se reincorpora y comienza
a hablar, Jesús “lo entrega a su madre” para que deje de llorar. De nuevo están
juntos. La madre ya no estará sola. Es la compasión de Dios la que hace a Jesús
tan sensible al sufrimiento de la gente. (Papa Francisco)
Como dijo al muchacho en Naín que se
levante de su lecho de muerte, muchas veces Jesús también nos dice que nos levantemos
“cuando estamos muertos por el pecado y vamos a pedir perdón”. Y entonces, ¿qué
hace Jesús “cuando nos perdona y cuando nos restituye la vida?”: nos devuelve a
nuestra Madre. (Papa Francisco)
ORATIO:
Te bendigo, porque vuelvo a pensar en cada
día de mi historia, vuelvo a pensar en cada vez que me has dicho: «No llores», y he dejado de llorar, y he visto la vida, y he visto que
volvías a darme la vida. Gracias, Dios mío.
Canten al Señor, sus fieles, den gracias a su santo Nombre,
porque su enojo dura un instante, y su bondad toda la vida…
Tú, Padre, que eres el consolador de los
afligidos, tú que iluminas el misterio de la vida y de la muerte, regálame cada
mañana tu visita, hasta el día en que también me pidas, como se lo pediste a tu
Hijo, la entrega total de la vida.
Tú convertiste mi lamento en júbilo:
¡Señor, Dios mío, te daré gracias eternamente!
CONTEMPLATIO:
Nuevamente
Jesús, nos muestra sus sentimientos. Cuando se encuentra con la desgracia y el
sufrimiento, nunca pasa de largo. Cuando vio a la viuda se compadeció de ella. La misericordia es “lo
propio de Dios” y se manifiesta plenamente en Jesucristo cada vez que se
encuentra con el sufrimiento.
El amor de Jesús se dirige a toda la
humanidad. Amor que percibe el
sufrimiento, la injusticia, la pobreza y la comprensión por la fragilidad del hombre. Jesús nos muestra su Corazón
misericordioso. Mostremos el nuestro,
lleno de Él, a los que necesitan de Él.
En la Iglesia, los cristianos hemos de
recuperar cuanto antes la compasión como el estilo de vida propio de los
seguidores de Jesús. La compasión que exige justicia es el gran mandato de
Jesús: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.
La compasión es hoy más necesaria que
nunca. Todo se tiene en cuenta antes que el sufrimiento de las víctimas.
■… «Acercándose, tocó el féretro». Jesús no realiza el milagro sólo con la palabra. Toca también el
féretro. ¿Por qué lo hace? Para enseñarnos que su cuerpo desempeña un papel en
nuestra redención. (…) por el hecho mismo de que es el templo y la morada del
Verbo de la vida, también es vivificante y posee todo el poder del Verbo. Por
eso Cristo no se limitó a darle al muchacho la orden de levantarse. Otras
veces, es cierto, obró lo que quería simplemente con su palabra, pero en esta
ocasión puso también la mano en el féretro, haciendo ver de este modo que su
cuerpo posee el poder de restituir la vida (Cirilo de Alejandría)
ResponderEliminar¡Cuántos recodos del camino Jesús pudo atisbar en aquella larga subida a Jerusalén! En cada rincón una historia, en cada tramo una palabra que decir o un gesto que ofrendar. Lo cierto es que no hubo ninguna lágrima cuyo llanto le pasara desapercibido, no hubo tampoco ninguna alegría con cuyo gozo Él no supiera brindar. Y así fue pasando por las plazas, las callejuelas, las aldeas y villorrios, las ciudades con su imponencia, y en cada sitio una especie de pretexto para poder decir palabras vivas que no engañan, o para mostrar con dulzura un signo que a milagro sabía.
La escena que este domingo nos relata el Evangelio nos abre a una realidad tan dura como cotidiana. Una pobre mujer, viuda, cuyo único hijo iban a enterrar. Nos dice el texto que un gentío considerable de la ciudad la acompañaba. También Jesús, que se cruza con esa fatal comitiva, iba acompañado de sus discípulos y mucho gentío. Era el vaivén de dos muchedumbres: unos siguen al novedoso Maestro entre el entusiasmo y la euforia de cuanto en Él van descubriendo, otros siguen a la viuda que era madre de aquel joven difunto entre la tristeza más difícil de entender y consolar.
Dos gentíos que tienen andaduras diferentes, pero que se encuentran cuando la mirada de Jesús alcanza los ojos llorosos de aquella mujer. “No llores”, le dijo sintiendo el dolor lastimero de semejante cortejo fúnebre. El camino al cementerio de pronto se detuvo, y parado el duelo actuará el Maestro. Se quedarían en suspenso, como sorprendidos por semejante lance, presos tal vez de la extrañeza y hasta del miedo, cuando vieron a Jesús tocar el féretro y comenzar a hablar con el muerto.
El imperativo cayó fulminante sobre aquel despojo humano sin vida ya, y como una orden creadora de la primera mañana, aquel joven obedeció. Como obedeció la luz cuando fue convocada, o al agua se le dijo que vivaracha saltara, o las estrellas lejanas, la luna y el sol que secundaron la encomienda que se les impuso de alumbrarnos y guiarnos. “Levántate”, le dijo al muchacho, y él se levantó. Todos quedaron sobrecogidos, nos dice el cronista evangélico de aquel cruce de caminos entre la esperanza sobrevenida y la temida desesperación.
Hoy pueden ser otros los signos de la muerte, y tal vez sean también distintas las razones de nuestros llantos, pero también a nosotros se acerca Jesús de mil maneras. Conmovido por nuestras derivas que terminan en oscuridad y en duelo, nos invita a no llorar, a ponernos en pie y a caminar. El encuentro entre este Maestro y nosotros acontece en los vaivenes de nuestras encrucijadas, y también a nosotros se nos dice lo que a aquel joven: se pueden morir tantas cosas, pero la última palabra la tiene siempre la vida, y eso es lo que se nos da como don inmerecido, como una gracia que acaricia nuestro dolor para volver a empezar nuevamente cada día.
+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm-Arzobispo de Oviedo