EN
LA SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS.
La Iglesia celebra
esta solemnidad en honor de todos los santos, o sea, de todos los fieles que
murieron en Cristo y con Él han sido ya glorificados en el cielo. Esta fiesta
nos recuerda, pues, los méritos de todos los cristianos, de cualquier lengua,
raza, condición y nación, que están ya en la casa del Padre, aunque no hayan
sido canonizados ni beatificados; nos
invita a pedirles su ayuda e intercesión ante el Señor; y nos estimula a seguir
su ejemplo, múltiple y variado, en nuestra vida cristiana.
APRESURÉMONOS HACIA LOS HERMANOS QUE NOS ESPERAN
de los Sermones de San
Bernardo
¿De qué sirven a los santos nuestras alabanzas, nuestra glorificación,
esta misma solemnidad que celebramos? ¿De qué les sirven los honores terrenos,
si reciben del Padre celestial los honores que les había prometido verazmente
el Hijo? ¿De qué les sirven nuestros elogios? Los santos no necesitan de
nuestros honores, ni les añade nada nuestra devoción. Es que la veneración de
su memoria redunda en provecho nuestro, no suyo. Por lo que a mí respecta,
confieso que, al pensar en ellos, se enciende mí un fuerte deseo.
El primer deseo que promueve o aumenta en nosotros el recuerdo de los santos es el de gozar de su compañía, tan
deseable, y de llegar a ser
conciudadanos y compañeros de los espíritus bienaventurados, de convivir
con la asamblea de los patriarcas, con el grupo de los profetas, con el senado
de los apóstoles, con el ejército incontable de los mártires, con la asociación
de los confesores, con el coro de las vírgenes, para resumir, el de asociarnos y alegrarnos juntos en la
comunión de todos los santos. Nos espera la Iglesia de los primogénitos, y
nosotros permanecemos indiferentes; desean los santos nuestra compañía, y
nosotros no hacemos caso; nos esperan los justos, y nosotros no prestamos
atención.
Despertémonos, por fin, hermanos;
resucitemos con Cristo, busquemos los bienes de arriba, pongamos nuestro
corazón en los bienes del cielo. Deseemos a los que nos desean, apresurémonos
hacia los que nos esperan, entremos a su presencia con el deseo de nuestra alma.
Hemos de desear no sólo la compañía, sino también la felicidad de que gozan los
santos, ambicionando ansiosamente la gloria que poseen aquellos cuya presencia
deseamos. Y esta ambición no es mala, ni incluye peligro alguno el anhelo de
compartir su gloria.
El segundo deseo que enciende en nosotros la conmemoración de los santos
es que, como a ellos, también a nosotros
se nos manifieste Cristo, que es nuestra vida, y que nos manifestemos también
nosotros con él, revestidos de gloria. Entretanto, aquel que es nuestra
cabeza se nos representa no tal como es, sino tal como se hizo por nosotros, no
coronado de gloria, sino rodeado de las espinas de nuestros pecados. Teniendo a
aquel que es nuestra cabeza coronado de espinas, nosotros, miembros suyos,
debemos avergonzarnos de nuestros refinamientos y de buscar cualquier púrpura
que sea de honor y no de irrisión. Llegará un día en que vendrá Cristo, y
entonces ya no se anunciará su muerte, para recordarnos que también nosotros
estamos muertos y nuestra vida está oculta con él. Se manifestará la cabeza
gloriosa y, junto con él, brillarán glorificados sus miembros, cuando
transfigurará nuestro pobre cuerpo en un cuerpo glorioso semejante a la cabeza,
que es él.
Deseemos, pues, esta gloria con un afán
seguro y total. Mas, para que nos sea permitido esperar esta gloria y aspirar a
tan gran felicidad, debemos desear también, en gran manera, la intercesión de los santos, para que ella
nos obtenga lo que supera nuestras fuerzas.
Oración:
Dios todopoderoso y eterno, que nos has
otorgado celebrar en una misma fiesta los méritos de todos los santos,
concédenos, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de tu
misericordia y tu perdón. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
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