Mensaje
con motivo de la Festividad del Corpus Christi
1.- Dios es Amor
“Dios es
amor” nos dice S. Juan (1 Jn 4, 8). Como el ser y el obrar son
inseparables en Dios, todas sus obras son fruto de su amor infinito. Entre
todas las criaturas, el hombre, creado a su imagen y semejanza, es el objeto
principal de su amor: “Mis delicias están con los hijos de los hombres” (Prov
8, 31). Por eso, habiendo perdido el hombre la relación con Dios a causa del
pecado original, y sufriendo por ello, como consecuencia, la muerte del
alma, Dios, por amor, se comprometió a salvarle a toda costa. S. Juan nos
lo dice así: “Porque tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito,
para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna” (Jn
3, 16). Este amor incondicional y generoso ha de ser, pues, la norma de
comportamiento para todo cristiano.
2.- La perfección del cristiano está en amar
A los que
hemos sido bautizados en el nombre del Padre y del Hijo y y manifestamos
la voluntad de seguir a Jesucristo, nos ha dicho el Señor: “Sed
perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48).
La perfección de Dios se manifiesta en su amor: por eso, después de lavar los
pies a sus discípulos, dice: “os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho
con vosotros, vosotros también lo hagáis” (Jn 13, 15). Y en la reflexión
que les ofrece después que Judas había salido para entregarle, añade: “Os doy
un mandamiento del Espíritu Santo, nuevo: que os améis unos a otros” (Jn
13, 34). Enseñándoles cómo debía ser ese amor, añade: “como yo os he amado,
amaos también unos a otros. En esto conocerán que sois discípulos míos” (Jn
13, 34-35).
3.- La ley del amor es la ley de la Iglesia
La ley del
amor es la ley de la Iglesia fundada por Jesucristo. Cuando el Señor envía a
sus Apóstoles, fundamento de su Iglesia, para que anunciaran el Reino de
Dios, les dice: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me
recibe, recibe al que me ha enviado” (Mt 10, 40). La Iglesia ha de
predicar siempre a Jesucristo en quien y por quien se hace presente el Reino de
Dios. Y Jesucristo es la expresión plena del amor de Dios. Por tanto, la
Iglesia, que es el Cuerpo de Jesucristo y le tiene como Cabeza, no puede
realizarse como tal si no vive y predica el amor a Dios y el amor de Dios que
no hace distinción de personas. Por eso “toda la actividad de la Iglesia
es una expresión de un amor que busca el bien integral del ser humano: busca su
evangelización mediante la palabra y los sacramentos…y busca su promoción en
los diversos ámbitos de la actividad humana. Por tanto, el amor es el servicio
que presta la Iglesia para atender constantemente los sufrimientos y las
necesidades, incluso materiales, de los hombres”[1]. En consecuencia, la
Iglesia no puede descuidar el servicio de la caridad, como no puede omitir los
Sacramentos y la Palabra”[2]. “Para la Iglesia, la caridad no es una especie de
actividad de asistencia social que también se podría dejar a otros, sino que
pertenece a su naturaleza y es manifestación irrenunciable de su propia
esencia”[3].
4.- La Iglesia es el sujeto de la caridad
La caridad
no es un ejercicio de la Iglesia reservado a algunos especialmente capacitados
y dedicados a este servicio. Es un deber de todos y cada uno de los bautizados.
El amor a Dios y al prójimo son inseparables. Quien ama a Dios no puede olvidar
el amor al prójimo; ambos tienen su origen en Dios que nos ha amado primero y
que nos ama siempre. Por tanto, nuestro amor no es una imposición de Dios o un
precepto para mayor perfección. Es, sencillamente, una respuesta o una
correspondencia lógica y necesaria a Dios que nos ha amado primero[4].
En razón de ello, podemos entender que en el reciente Motu proprio sobre
el servicio de la caridad[5], insista sobre lo que ya dijo Benedicto XVI en la
Encíclica “Deus Caritas est”: “todos los fieles tienen el derecho y el
deber de implicarse personalmente para vivir el mandamiento nuevo que Cristo
nos dejó, brindando al hombre contemporáneo no sólo sustento material, sino
también sosiego y cuidado del alma”[6] .
5.- La dimensión caritativa en la responsabilidad de
los pastores
Por todo ello, la promoción y orientación
del ejercicio de la caridad es responsabilidad del Obispo como Pastor de la
Iglesia particular. Y, “en la medida en que dichas actividades las promueva la
propia Jerarquía, o cuenten explícitamente con el apoyo de la autoridad de los
Pastores, es preciso garantizar que su gestión se lleve a cabo de acuerdo con
las exigencias de las enseñanzas de la Iglesia y con las intenciones de los
fieles”[7].
6.- Eucaristía y caridad
La Eucaristía, “sacramento de piedad,
signo de unidad, vínculo de caridad”[8], “nos adentra en el acto oblativo de
Jesús. No recibimos solamente de modo pasivo el Logos, sino que nos implicamos
en la dinámica de su entrega. Él nos atrae hacia sí”[9]. Por ello, la
Eucaristía es la fuente de la verdadera caridad. “En la Eucaristía Jesús nos
hace testigos de la compasión de Dios por cada hermano y hermana. Nace así, en
torno al Misterio eucarístico, el servicio de la caridad para con el prójimo,
que consiste justamente en que, en Dios y con Dios, amo también a la persona
que no me agrada y ni siquiera conozco”[10].
Así como el amor a Dios, especialmente cultivado en la Eucaristía, es el
motor del amor al prójimo, también es cierto que “el amor al prójimo es un
camino para encontrar a Dios. Cerrar los ojos ante el prójimo nos convierte
también en ciegos ante Dios[11].
La Eucaristía, signo de unidad, es el fundamento y el alimento de la
comunidad eclesial. Por tanto, la caridad, que brota de la Eucaristía, debe
tener una dimensión eclesial, comunitaria; de tal modo que no quede como un
ejercicio particular sino como la colaboración de cada uno en la obra de la
Iglesia, sea a través de la parroquia, o de otra comunidad cristiana. El
espíritu de caridad alimentado en la Eucaristía nos capacita para atender al
prójimo (“cualquiera que tenga necesidad de mí y que yo pueda ayudar”)[12],
mirándole con los ojos de Cristo. Entonces podemos descubrir sus necesidades
reales y ofrecerle mucho más que cosas externas necesarias. Podremos ofrecerle
la mirada de amor que él necesita[13]; la mirada de amor que merece Jesucristo.
“En verdad os digo que cada vez que lo hicisteis con uno de estos, mis hermanos
más pequeños, conmigo lo hicisteis”[14].
7.- La íntima relación entre la fe y la caridad
En el Año de la Fe, es muy oportuna la
reflexión acerca del mandato del amor fraterno, porque este no resulta
plenamente lógico desde perspectivas simplemente humanas. Sin fe no es posible
descubrir en el hermano doliente y necesitado, sea conocido o desconocido,
amigo o enemigo, agradable o desagradable, su esencial condición de imagen y
semejanza de Dios y, por tanto, el rostro de Jesucristo, varón de dolores que
se refleja en él y que merece toda nuestra atención.
La caridad exige de nosotros una constante conversión que nos
permita vencer todo egoísmo y olvido de los demás, y asumir la entrega generosa
de lo que somos y tenemos. Pero este cambio sincero y profundo no es posible si
no es movido por la fe. Así nos lo enseña Benedicto XVI: “La fe que actúa por
el amor se convierte en un nuevo criterio de pensamiento y de acción que cambia
toda la vida del hombre”[15]. Y, al mismo tiempo, “la fe crece cuando se
vive como experiencia de un amor que se recibe y se comunica como experiencia
de gracia y gozo”[16]. La fe está en el origen de la vida eclesial; los fieles
cristianos movidos por la enseñanza de los Apóstoles, la oración y la
celebración de la Eucaristía ponían en común todos los bienes para atender las
necesidades de los hermanos[17]. Todo ello nos lleva a concluir que “la fe sin
la caridad no da fruto, y la caridad sin fe sería un sentimiento constantemente
a merced de la duda. La fe y el amor se necesitan mutuamente. De modo que una
permite a la otra seguir su camino”[18].
Debemos aprovechar, pues, el Año de la Fe como una oportunidad
providencial para intensificar el testimonio de la caridad.
8.- Tres incentivos para el ejercicio de la caridad
El Año de la Fe, la celebración de la
Eucaristía en la fiesta del Corpus Christi, y el aniversario del Concilio
Vaticano II, especialmente explícito en la Constitución Pastoral sobre la
Iglesia en el mundo, han de constituir un motivo especial de reflexión, de
conversión y de proyectos personales y comunitarios ordenados al mejor
ejercicio de la caridad con los necesitados.
9.- Una llamada a servir a los pobres
Jesús se ciñó la toalla, con humildad asumió
el oficio de los esclavos y lavó los pies de los apóstoles. Precioso icono que
nos invita a acercarnos a los hermanos más pobres, a los que sufren, a los más
necesitados despojándonos de toda riqueza, de toda actitud de suficiencia,
compartiendo con ellos lo que somos y tenemos. Sólo la solidaridad nos ayudará
a avanzar por caminos que den vida y esperanza a los hermanos más pobres. Vivir
sencillamente ayudará a que otros, sencillamente, puedan vivir, nos
dice la campaña institucional de Caritas para este Año de la Fe.
Aprovechemos la llamada de Dios a través de la Iglesia y la gracia que
el Señor nos ofrece constantemente para que avancemos en nuestra conversión
rompiendo con individualismos egoístas y abriendo el alma a la generosidad del
amor según el ejemplo de Jesucristo.
Escuchemos el clamor de los que mueren de hambre en el Tercer Mundo, de
los que están en paro, de los mayores solos y de los enfermos, de los
desahuciados y víctimas de violencia, que sientan el amor y la cercanía de
todos nosotros a través de nuestro compromiso solidario.
No hay comentarios:
Publicar un comentario