TIEMPO LITÚRGICO

TIEMPO LITÚRGICO

sábado, 26 de mayo de 2012

   Pasada la  Solemnidad de la Ascensión, a los cincuenta días de la Resurrección de Jesús, celebramos  la  de Pentecostés.
   Los judíos celebraban una fiesta para dar gracias por las cosechas, 50 días después de la pascua. De ahí viene el nombre de Pentecostés. Luego, el sentido de la celebración cambió por el dar gracias por la Ley entregada a Moisés.

   < Después de la Ascensión de Jesús, se encontraban reunidos los apóstoles con la Madre de Jesús. Era el día de la fiesta de Pentecostés. Tenían miedo de salir a predicar. Repentinamente, se escuchó un fuerte viento y pequeñas lenguas de fuego se posaron sobre cada uno de ellos. Quedaron llenos del Espíritu Santo y empezaron a hablar en lenguas desconocidas.
    En esos días, había muchos extranjeros y visitantes en Jerusalén, que venían de todas partes del mundo a celebrar la fiesta de Pentecostés judía. Cada uno oía hablar a los apóstoles en su propio idioma y entendían a la perfección lo que ellos hablaban.
   Todos ellos, desde ese día, ya no tuvieron miedo y salieron a predicar a todo el mundo las enseñanzas de Jesús. El Espíritu Santo les dio fuerzas para la gran misión que tenían que cumplir: Llevar la palabra de Jesús a todas las naciones, y bautizar a todos los hombres en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.> 
(Hc.2,1-11) 

Juan 20, 19-23     Al anochecer de aquel día, el día primero de la semana, estaban los discípulos en una casa, con las puertas cerradas por miedo a los judíos. Y en esto entró Jesús, se puso en medio y les dijo: "Paz a vosotros". Y, diciendo esto, les enseñó las manos y el costado. Y los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor.  Jesús repitió: Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Y, dicho esto, exhaló su aliento sobre ellos y les dijo:    Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos.
En la Solemnidad de Pentecostés
   Al saludo de paz del Señor siguen dos gestos decisivos para Pentecostés; el Señor quiere que su misión continúe en los discípulos: "Como el Padre me envió, también yo os envío" (Jn 20, 21).Después de lo cual, sopla sobre ellos y dice: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 23).
   El Señor sopla sobre sus discípulos, y así les da el Espíritu Santo, su Espíritu. El soplo de Jesús es el Espíritu Santo.
   Aquí reconocemos, ante todo, una alusión al relato de la creación del hombre en el Génesis, donde se dice: "El Señor Dios formó al hombre con polvo del suelo, e insufló en sus narices aliento de vida" (Gn 2, 7). El hombre es esta criatura misteriosa, que proviene totalmente de la tierra, pero en la que se insufló el soplo de Dios. Jesús sopla sobre los Apóstoles y les da de modo nuevo, más grande, el soplo de Dios. En los hombres, a pesar de todos sus límites, hay ahora algo absolutamente nuevo, el soplo de Dios. La vida de Dios habita en nosotros. El soplo de su amor, de su verdad y de su bondad.
   Así, también podemos ver aquí una alusión al bautismo y a la confirmación, a esta nueva pertenencia a Dios, que el Señor nos da. El texto del evangelio nos invita a vivir siempre en el espacio del soplo de Jesucristo, a recibir la vida de él, de modo que él inspire en nosotros la vida auténtica, la vida que ya ninguna muerte puede arrebatar.           Homilía del Santo Padre Benedicto XVI en Pentecostés 2005


   El Espíritu Santo es Dios, es la Tercera Persona de la Santísima Trinidad y la Iglesia nos enseña que el Espíritu Santo es el amor que existe entre el Padre y el Hijo. Este amor es tan grande y tan perfecto que forma una tercera persona.
    El Espíritu Santo llena nuestras almas en el Bautismo y después, de manera perfecta, en la Confirmación ayudándonos a cumplir nuestro compromiso de vida con Jesús.
·  El Espíritu Santo es santificador: Para que el Espíritu Santo logre cumplir con su función, necesitamos entregarnos totalmente a Él y dejarnos conducir dócilmente por sus inspiraciones para que pueda perfeccionarnos y crecer todos los días en la santidad.
·  El Espíritu Santo mora en nosotros: En San Juan (14, 16,) encontramos la siguiente frase: <“Yo rogaré al Padre y les dará otro abogado que estará con ustedes para siempre”>. También, en I Corintios (3. 16) dice: <“¿No saben que son templo de Dios y que el Espíritu Santo habita en ustedes?”>. Es por esta razón que debemos respetar nuestro cuerpo y nuestra alma. Está en nosotros para obrar porque es “dador de vida” y es el amor. Esta aceptación está condicionada a nuestra aceptación y libre colaboración. Si nos entregamos a su acción amorosa y santificadora, hará maravillas en nosotros.
·  El Espíritu Santo ora en nosotros: Necesitamos de un gran silencio interior y de una profunda pobreza espiritual para pedir que ore en nosotros. Dejar que Dios ore en nosotros siendo dóciles al Espíritu. Dios interviene para bien de los que le aman.
   El Espíritu Santo nos lleva a la verdad plena, nos fortalece para que podamos ser testigos del Señor, nos muestra la maravillosa riqueza del mensaje cristiano, nos llena de amor, de paz, de gozo, de fe y de creciente esperanza.
Los dones del Espíritu Santo:
   Desde la fundación de la Iglesia el día de Pentecostés, el Espíritu Santo es quien la construye, anima y santifica, le da vida y unidad y la enriquece con sus dones. Sigue trabajando en la Iglesia de muchas maneras distintas, inspirando, motivando e impulsando a los cristianos, en forma individual o como Iglesia entera, al proclamar la Buena Nueva de Jesús. Asiste especialmente al representante de Cristo en la Tierra, el Papa, para que guíe rectamente a la Iglesia y cumpla su labor de pastor del rebaño de Jesucristo. Construye, santifica y da vida y unidad a la Iglesia.
    El Espíritu Santo tiene el poder de animarnos y santificarnos y lograr en nosotros actos que, por nosotros, no realizaríamos. Esto lo hace a través de sus siete dones. Estos dones son regalos de Dios y sólo con nuestro esfuerzo no podemos hacer que crezcan o se desarrollen. Necesitan de la acción directa del Espíritu Santo para poder actuar con ellos.
· Sabiduría: Nos permite entender, experimentar y saborear las cosas divinas, para poder juzgarlas rectamente.
· Entendimiento: Por él, nuestra inteligencia se hace apta para entender intuitivamente las verdades reveladas y las naturales de acuerdo al fin sobrenatural que tienen. Nos ayuda a entender el porqué de las cosas que nos manda Dios.
· Ciencia: Hace capaz a nuestra inteligencia de juzgar rectamente las cosas creadas de acuerdo con su fin sobrenatural. Nos ayuda a pensar bien y a entender con fe las cosas del mundo.
· Consejo: Permite que el alma intuya rectamente lo que debe de hacer en una circunstancia determinada. Nos ayuda a ser buenos consejeros de los demás, guiándolos por el camino del bien.
· Fortaleza: Fortalece al alma para practicar toda clase de virtudes heroicas con invencible confianza en superar los mayores peligros o dificultades que puedan surgir. Nos ayuda a no caer en las tentaciones que nos ponga el demonio.
·  Piedad: Es un regalo que le da Dios al alma para ayudarle a amar a Dios como Padre y a los hombres como hermanos, ayudándolos y respetándolos.
·  Temor de dios: Le da al alma la docilidad para apartarse del pecado por temor a disgustar a Dios que es su supremo bien. Nos ayuda a respetar a Dios, a darle su lugar como la persona más importante y buena del mundo, a nunca decir nada contra Él.
Autor: Catholic.net | Fuente: Catholic.net

     Ven Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor;  envía Señor tu Espíritu Creador y se renovará la faz de la tierra.  Oh Dios, que quisiste ilustrar los corazones de tus fieles con la luz del Espíritu Santo, concédenos que, guiados por este mismo Espíritu, obremos rectamente y gocemos de tu consuelo.     Por Jesucristo, nuestro Señor.      Amén.





1 comentario:

  1. Estaba cantado, pero quedaba sólo contarlo. Se había prometido, pero había que saber esperarlo. Y fue un tiempo denso de aguardar el cumplimiento de aquellas dos promesas, precisamente las que Jesús hizo a sus discípulos antes de su ascensión al Padre: por una parte, que permanecería con, en y entre ellos hasta el final de los siglos (Mt 28,20); y por otra, que les enviaría desde el Padre al Espíritu Santo, que sería para ellos el Consolador, el que llevaría a plenitud lo que Jesús mismo había comenzado, recordándoles lo que Él les había revelado (Jn 14,26).
    Tras la ascensión de Jesús, los discípulos volvieron a Jerusalén. Allí esperarían el cumplimiento de la promesa del Espíritu. “Todos los discípulos estaban juntos el día de Pentecostés” (Hch 2,1). En la sala donde se tuvo la última Cena (Lc 22,12), solían reunirse, eran concordes, y oraban con algunas mujeres y con María (Hch 1,14). La tradición cristiana siempre ha visto esta escena como el prototipo de la espera del Espíritu. La Madre de Jesús –y de los discípulos que engendró al pie de la Cruz del Señor (Jn19,27)–, era una mujer que sabía de la fidelidad de Dios, de cómo Él hace posible lo que para nosotros es imposible (Lc 1,37); era una mujer creyente que había aprendido a guardar en su corazón todo lo que Dios le manifestaba (Lc 2,51). Ella era, y sigue siendo, la que reunía a la Iglesia.
    A diferencia de la torre de Babel, con la que los hombres trataban de construir su propia maravilla (Gén 11,1-9) para conquistar a ese Dios que no pudieron arrebatar comiendo la fruta prohibida del jardín del Edén (Gén 3,1-19), ahora en Jerusalén ocurría lo contrario: que las maravillas que se escuchaban eran las de Dios, y que lejos de ser víctimas de la confusión, aun hablando lenguas distintas, eran las justas y necesarias para entenderse.
    Efectivamente, se trataba de hacer entender en todos los lenguajes lo que maravillosamente Dios había dicho y hecho. La misión de la Iglesia es continuar la de Jesús: “como el Padre me ha enviado, así también os envío yo” (Jn 20,21). Los discípulos de Jesús que formamos su Iglesia, como miembros de su “cuerpo” (1Cor 12,12), desde nuestras cualidades y dones, en nuestro tiempo y en nuestro lugar, estamos llamados a continuar lo que Jesús comenzó. El Espíritu nos da su fuerza, su luz, su consejo, su sabiduría para que a través nuestro también puedan seguir escuchando hablar de las maravillas de Dios y asomarse a su proyecto de amor otros hombres, culturas, situaciones. El Espíritu “traduce” desde nuestra vida, aquel viejo y nuevo mensaje. No la confusión de Babel, sino el multilingual y eterno anuncio de Pentecostés. Esto fue y sigue siendo el milagro y el regalo de la más hermosa Buena Noticia.

    + Fr. Jesús Sanz Montes, ofm
    Arzobispo de Oviedo

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