Jesús entra en Jerusalén.
La muchedumbre de los discípulos lo acompaña festivamente, se
extienden los mantos ante él, se habla de los prodigios que ha hecho, se eleva
un grito de alabanza: «¡Bendito el que viene como rey, en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en lo alto» (Lc 19,38).
Gentío, fiesta,
alabanza, bendición, paz. Se respira un clima de alegría. Jesús ha despertado en el corazón tantas esperanzas, sobre todo entre la gente humilde, simple, pobre, olvidada, esa
que no cuenta a los ojos del mundo. Él ha sabido comprender las miserias
humanas, ha mostrado el rostro de misericordia de Dios y se ha inclinado para
curar el cuerpo y el alma. Este es Jesús. Este es su corazón atento a todos nosotros, que ve
nuestras debilidades, nuestros pecados. El amor de Jesús es grande. Y, así,
entra en Jerusalén con este amor, y nos mira a todos nosotros. Es una bella
escena, llena de luz –la luz del amor de Jesús, de su corazón–, de alegría, de
fiesta.
Al comienzo de la Misa,
también nosotros la hemos repetido. Hemos agitado nuestras palmas. También nosotros hemos acogido al Señor; también nosotros hemos
expresado la alegría de acompañarlo, de saber que nos es cercano, presente en
nosotros y en medio de nosotros como un amigo, como un hermano, también como
rey, es decir, como faro luminoso de nuestra vida. Jesús es Dios, pero se ha
abajado a caminar con nosotros. Es nuestro amigo, nuestro hermano. El que nos
ilumina en nuestro camino. Y así lo hemos acogido hoy. Y esta es la primera
palabra que quisiera deciros: alegría. No seáis nunca hombres y mujeres tristes: un cristiano jamás puede serlo. Nunca os dejéis vencer por
el desánimo. Nuestra alegría no es algo que
nace de tener tantas cosas, sino de haber encontrado a una persona, Jesús; que
está entre nosotros; nace del saber que, con él, nunca estamos solos, incluso en los momentos
difíciles, aun cuando el camino de la vida tropieza con problemas y obstáculos
que parecen insuperables, y ¡hay tantos! Y en este momento viene el enemigo,
viene el diablo, tantas veces disfrazado de ángel, e insidiosamente nos dice su
palabra. No le escuchéis. Sigamos a Jesús. Nosotros acompañamos, seguimos a Jesús,
pero sobre todo sabemos que él nos acompaña y nos carga
sobre sus hombros: en esto reside nuestra alegría, la esperanza que hemos de
llevar en este mundo nuestro. Y, por favor, no os dejéis robar la esperanza, no
dejéis robar la esperanza. Esa que nos da Jesús.
¿Por qué Jesús
entra en Jerusalén? O, tal vez mejor, ¿cómo entra Jesús en Jerusalén? La
multitud lo aclama como rey. Y él no se opone, no la hace callar (cf. Lc 19,39-40). Pero, ¿qué tipo de rey es Jesús? Mirémoslo: montado en un
pollino, no tiene una corte que lo sigue, no está rodeado por un ejército,
símbolo de fuerza. Quien lo acoge es gente humilde, sencilla, que tiene el
sentido de ver en Jesús algo más; tiene ese sentido de la fe, que dice: Éste es el Salvador. Jesús no entra en la Ciudad Santa para recibir los honores
reservados a los reyes de la tierra, a quien tiene poder, a quien domina; entra
para ser azotado, insultado y ultrajado, como anuncia Isaías en la Primera
Lectura (cf. Is 50,6); entra para recibir una corona de espinas, una caña, un manto de
púrpura: su
realeza será objeto de burla; entra para
subir al Calvario cargando un madero. Y, entonces, he aquí la segunda palabra:
cruz. Jesús entra en Jerusalén para morir en la cruz. Y es precisamente aquí
donde resplandece su ser rey según Dios: su trono regio es el madero de la cruz. Pienso en lo que decía Benedicto XVI a los Cardenales: Vosotros
sois príncipes, pero de un rey crucificado. Ese es el trono de Jesús. Jesús
toma sobre sí… ¿Por qué la cruz? Porque Jesús toma sobre sí el mal, la suciedad, el pecado del mundo,
también el nuestro, el de todos nosotros, y lo lava, lo lava con su sangre, con
la misericordia, con el amor de Dios. Miremos a
nuestro alrededor: ¡cuántas heridas inflige el mal a la humanidad! Guerras,
violencias, conflictos económicos que se abaten sobre los más débiles, la sed
de dinero, que nadie puede llevárselo consigo, lo debe dejar. Mi abuela nos
decía a los niños: El sudario no tiene bolsillos. Amor al dinero, al poder, la
corrupción, las divisiones, los crímenes contra la vida humana y contra la
creación. Y también –cada uno lo sabe y lo conoce– nuestros pecados personales:
las faltas de amor y de respeto a Dios, al prójimo y a toda la creación. Y Jesús en la cruz siente
todo el peso del mal, y con la fuerza del amor de Dios lo vence, lo derrota en
su resurrección. Este es el bien que Jesús nos
hace a todos en el trono de la cruz. La cruz de Cristo, abrazada con amor,
nunca conduce a la tristeza, sino a la alegría, a la alegría de ser salvados y
de hacer un poquito eso que ha hecho él aquel día de su muerte…
Pidamos la intercesión
de la Virgen María. Ella nos enseña el gozo del encuentro con Cristo, el amor
con el que debemos mirarlo al pie de la cruz, el entusiasmo del corazón joven
con el que hemos de seguirlo en esta Semana Santa y durante toda nuestra vida.
Que así sea.
Francisco, pp
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