JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO
En el último domingo del año litúrgico celebramos la solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo.
El evangelio (Jn 18,33-37) nos propone una parte del dramático
interrogatorio al que Poncio Pilato sometió a Jesús, cuando se lo entregaron
con la acusación de que había usurpado el título de «rey de los judíos». A las
preguntas del gobernador romano, Jesús
respondió afirmando que sí era rey, pero no de este mundo. No vino a
dominar sobre pueblos y territorios, sino a liberar a los hombres de la
esclavitud del pecado y a reconciliarlos con Dios. Y añadió: «Yo para esto he
nacido y para esto he venido al mundo: para ser testigo de la verdad. Todo el
que es de la verdad, escucha mi voz».
Pero ¿cuál es la «verdad» que
Cristo vino a testimoniar en el mundo? Toda su existencia revela que Dios
es amor: por tanto, esta es la verdad de la que dio pleno testimonio con el
sacrificio de su vida en el Calvario. La cruz es el «trono» desde el que
manifestó la sublime realeza de Dios Amor: ofreciéndose como expiación por el
pecado del mundo, venció el dominio del «príncipe de este mundo» (Jn 12,31) e
instauró definitivamente el reino de Dios. Reino que se manifestará plenamente
al final de los tiempos, después de que todos los enemigos, y por último la
muerte, sean sometidos. Entonces el Hijo entregará el Reino al Padre y
finalmente Dios será «todo en todos» (1 Cor 15,28). El camino para llegar a
esta meta es largo y no admite atajos; en efecto, toda persona debe acoger
libremente la verdad del amor de Dios. Él es amor y verdad, y tanto el amor
como la verdad no se imponen jamás: llaman a la puerta del corazón y de la
mente y, donde pueden entrar, infunden paz y alegría. Este es el modo de reinar
de Dios; este es su proyecto de salvación, un «misterio» en el sentido bíblico
del término, es decir, un designio que se revela poco a poco en la historia.
A la realeza de Cristo está asociada de modo singularísimo la Virgen
María. A ella, humilde joven de Nazaret, Dios le pidió que se convirtiera en la
Madre del Mesías, y María correspondió a esta llamada con todo su ser, uniendo
su «sí» incondicional al de su Hijo Jesús y haciéndose con él obediente hasta
el sacrificio. Por eso Dios la exaltó por encima de toda criatura y Cristo la
coronó Reina del cielo y de la tierra. A su intercesión encomendamos la Iglesia
y toda la humanidad, para que el amor de Dios reine en todos los corazones y se
realice su designio de justicia y de paz.
Benedicto XVI pp, emérito.
La solemnidad de Cristo Rey fue instituida
por el papa Pío XI en 1925 y
más tarde, después del concilio Vaticano II, se colocó al final del año
litúrgico. El Evangelio de san Lucas (23,35-43) presenta, como en un gran
cuadro, la realeza de Jesús en el momento de la crucifixión. Los jefes del
pueblo y los soldados se burlan del «primogénito de toda la creación» y lo
ponen a prueba para ver si tiene poder para salvarse de la muerte. Sin embargo,
precisamente «en la cruz, Jesús se encuentra a la "altura" de Dios,
que es Amor. Allí se le puede "reconocer". (...) Jesús nos da la
"vida" porque nos da a Dios. Puede dárnoslo porque él es uno con
Dios» (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid 2007, pp. 403-404. 409).
De hecho, mientras que el Señor parece pasar desapercibido entre dos
malhechores, uno de ellos, consciente de sus pecados, se abre a la verdad,
llega a la fe e implora «al rey de los judíos»: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu reino». De quien
«existe antes de todas las cosas y en él todas subsisten», el llamado «buen
ladrón» recibe inmediatamente el perdón y la alegría de entrar en el reino de
los cielos. «Yo te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso». Con estas
palabras Jesús, desde el trono de la cruz, acoge a todos los hombres con
misericordia infinita. San Ambrosio comenta que «es un buen ejemplo de la
conversión a la que debemos aspirar: muy pronto al ladrón se le concede el
perdón, y la gracia es más abundante que la petición; de hecho, el Señor -dice
san Ambrosio- siempre concede más de lo que se le pide (...). La vida consiste
en estar con Cristo, porque donde está Cristo allí está el Reino».
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