JUNIO 2021
«No todo el que
me diga: "Señor, Señor" entrará en el Reino de los Cielos, sino el
que haga la voluntad de mi Padre celestial» (Mt 7, 21).
Esta frase del Evangelio de Mateo forma parte de la conclusión del gran Discurso de la montaña, en el que Jesús, después de proclamar las bienaventuranzas, invita a quienes lo escuchan a reconocer la cercanía amorosa de Dios e indica cómo actuar en consecuencia: descubrir en la voluntad del Padre la vía directa para alcanzar la plena comunión con Él en su Reino.
«No todo el que me diga: "Señor, Señor" entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial».
Pero ¿qué es la voluntad de Dios? ¿Cómo
podemos conocerla? Así comparte Chiara Lubich su descubrimiento: «La
voluntad de Dios es la voz de Dios, que continuamente nos habla y nos invita; es un hilo o, mejor dicho, una
trama de oro divina que teje toda nuestra vida terrena y más allá; es el modo que tiene Dios de expresar su amor, un amor que
pide una respuesta para que Él pueda realizar
en nuestra vida sus maravillas. La
voluntad de Dios es nuestro deber ser, nuestro verdadero ser, nuestra
realización plena. [...] Repitamos, pues, en cada instante, ante cualquier
voluntad de Dios, dolorosa, gozosa o indiferente: "Hágase":
[...] Descubriremos que esta simple palabra es un potente impulso, como un
trampolín, para hacer con amor, con perfección, con total
dedicación lo que tenemos que hacer.
[...] Y así iremos componiendo, momento a momento, el maravilloso, único e
irrepetible mosaico de nuestra vida, que el Señor ha pensado desde siempre para
cada uno de nosotros: Él, Dios, de quien solo se dicen cosas bellas, grandes e
inmensas, en las que, hasta la parte más pequeña, como un acto de amor, tiene
sentido y resplandece, igual que las flores
minúsculas y variopintas tienen su
porqué en la belleza sin límites de la naturaleza»[1].
Según
el Evangelio de Mateo, la Ley por excelencia del cristiano consiste en la
misericordia, que lleva a plenitud toda expresión de culto y
de amor al Señor. Esta Palabra nos ayuda a abrir nuestra
relación con Dios, ciertamente personal e íntima,
a la dimensión fraterna mediante gestos concretos. Nos
empuja a «salir» de nosotros mismos para llevar reconciliación y esperanza a
los demás.
Un grupo de jóvenes de Heidelberg
(Alemania) nos ofrece este testimonio: «¿Cómo conseguir que nuestros amigos
experimenten que la llave de la felicidad se encuentra dándose a los demás? Ese
es el punto de partida de nuestra acción, titulada: "Una hora de
felicidad': La idea es muy simple: se trata de hacer feliz a otra persona al
menos durante una hora al mes. Comenzamos por quienes nos parecían más
necesitados de amor, y en todas partes donde nos hemos ofrecido nos han abierto
las puertas de par en par. Y así hemos llevado a varios ancianos en silla de
ruedas a pasar el rato al parque, hemos ido al hospital a jugar con los niños
ingresados y a hacer deporte con personas discapacitadas. Ellos estaban muy
contentos, pero, como promete la acción, ¡nosotros lo estábamos aún más! ¿Y
nuestros amigos, a quienes invitamos a participar? Primero se mostraban
perplejos, y ahora que han probado lo de dar la felicidad, están de acuerdo con
nosotros: ¡das la felicidad e inmediatamente la sientes!».
Leticia
Magri
[1]
C. LUBICH, conexión telefónica
del 27-2-1992: EAD., Santificarse juntos, Ciudad Nueva, Madrid 1994, pp. 110-114.
No hay comentarios:
Publicar un comentario