FEBRERO 2023
«Tú eres el
Dios que me ve». (Gn 16, 13).
El versículo de la Palabra de vida de este
mes está tomado del libro del Génesis. Son unas palabras pronunciadas por Agar,
la esclava de Sara entregada como mujer a Abrahán porque aquella no podía tener
hijos y asegurar así una descendencia. Cuando Agar descubre que está encinta se
siente superior a su señora. El maltrato recibido por parte de Sara la obliga
más tarde a huir al desierto. Y allí precisamente tiene lugar un encuentro
único entre Dios y la mujer, la cual recibe una promesa de descendencia semejante
a la que Dios le había hecho a Abrahán. El hijo que nacerá se llamará Ismael, que
significa «Dios ha escuchado», pues ha acogido la angustia de Agar y le ha dado
una estirpe.
«Tú eres el
Dios que me ve»
La reacción de Agar refleja una idea común
en el mundo antiguo: que los seres humanos no pueden mantener un encuentro muy
de cerca con la divinidad. Agar se queda sorprendida y agradecida de haber
sobrevivido a él. Experimenta el amor de Dios precisamente en el
desierto, el lugar privilegiado donde se puede experimentar un encuentro
personal con Él; siente su presencia y se siente amada por un Dios
que la ha «visto» en su situación dolorosa, un Dios que se preocupa por sus
criaturas y las envuelve con su amor. «No es un Dios ausente, lejano,
indiferente a la suerte de la humanidad, como tampoco a la suerte de cada uno
de nosotros. Así lo experimentamos muchas veces. [...] Él está aquí conmigo, lo
sabe todo de mí y comparte cada pensamiento, alegría o deseo mío, lleva conmigo
cada preocupación y cada prueba de mi vida»[1].
«Tú eres el
Dios que me ve»
Esta palabra de vida
reaviva una certeza y nos conforta: nunca estamos solos en nuestro camino; Dios
está ahí y nos ama. A veces, como Agar, nos sentimos «extranjeros» en
esta tierra, o buscamos modos de huir de situaciones duras y dolorosas. Pero
hemos de estar seguros de la presencia de Dios y de nuestra relación con Él,
que nos hace libres, nos sosiega y nos permite empezar siempre de nuevo.
Esta ha sido la experiencia de P., que
vivió sola durante la pandemia. Cuenta: «Desde el inicio de la clausura de toda
actividad en nuestro país, estoy sola en casa. No tengo físicamente cerca a
nadie con quien poder compartir esta experiencia, y procuro ocupar el día como
puedo. Con el pasar de los días me siento cada vez más desanimada. Por la noche
me cuesta mucho quedarme dormida. Me parece que no podré salir nunca de esta
pesadilla. Pero siento fuertemente que debo encomendarme completamente a Dios y
creer en su amor. No tengo dudas de su presencia, que me acompaña y me
reconforta en estos meses de soledad. Me llegan pequeñas señales de los
hermanos que me hacen comprender que no estoy sola. Como una vez en que estaba
festejando el cumpleaños de una amiga on line y en ese momento me llegó un
trozo de tarta de parte de mi vecina»,
«Tú eres el
Dios que me ve»
Así, protegidos por la
presencia de Dios, también nosotros podemos ser mensajeros de su amor: estamos llamados a ver
las necesidades de los demás, a socorrer a nuestros hermanos en sus desiertos,
a compartir sus alegrías y sus dolores. El esfuerzo consiste en mantener los
ojos abiertos a la humanidad en la que estamos inmersos también nosotros.
Podemos
pararnos y mostrar nuestra cercanía con quienes están buscando un sentido y una
respuesta a los muchos «por qué» de la vida: familiares, amigos, conocidos,
vecinos, compañeros de trabajo, personas con problemas económicos y quizá
marginadas socialmente.
Podemos recordar y compartir esos momentos
preciosos en los que hemos conocido el amor de Dios y hemos redescubierto el
sentido de nuestra vida. Podemos afrontar juntos las dificultades y descubrir
en los desiertos por los que pasamos la presencia de Dios en nuestra historia,
que nos ayuda a proseguir el camino con confianza.
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