El próximo 2 de marzo, Miércoles de Ceniza, comienza la Cuaresma. Un tiempo litúrgico de conversión, que
marca la Iglesia para
prepararnos a la gran fiesta de la Pascua. Es un momento para arrepentirnos de nuestros pecados
y cambiar algo de nosotros para ser mejores y poder vivir más cerca de Cristo.
A lo largo de estos 40 días, sobre todo en la liturgia del domingo,
hacemos un esfuerzo por recuperar el ritmo y estilo de verdaderos creyentes que
debemos vivir como hijos de Dios. Ante este tiempo especial de purificación, debemos tener presente
la vida de oración,
condición indispensable para el encuentro con Dios. Asimismo, también
debemos intensificar la
escucha y la meditación atenta a la Palabra de Dios, la asistencia frecuente al Sacramento
de la Reconciliación y la Eucaristía, lo mismo que la
práctica del ayuno, según las posibilidades de cada uno.
La Ceniza nos recuerda nuestra condición
débil y caduca. Esto nos llena de humildad, “polvo y ceniza son los hombres. La
ceniza quiere expresar al principio de la Cuaresma la conversión, la tristeza
por el mal que hay en nosotros y del que queremos liberarnos en nuestro camino
a la Pascua. Nos hace bien recordar, al menos una vez al año, en el comienzo de
la Cuaresma, que somos polvo y en polvo nos vamos a convertir. La
imposición de la ceniza nos recuerda que nuestra vida en la tierra es pasajera y
que nuestra vida definitiva se encuentra en el cielo.
que tanta importancia tiene en la vida del
cristiano, actualiza la eficacia redentora del misterio pascual de
Cristo. En el gesto de la absolución, pronunciada en
nombre y por cuenta de la Iglesia, el confesor se convierte en el instrumento
consciente de un maravilloso acontecimiento de gracia. Obedeciendo con dócil
adhesión al magisterio de la Iglesia, se hace ministro de la consoladora
misericordia de Dios, muestra la realidad del pecado y manifiesta al mismo
tiempo la ilimitada fuerza renovadora del amor divino, amor que devuelve la
vida. Así pues, la
confesión se convierte en un renacimiento espiritual, que
transforma al penitente en una nueva criatura. Sólo Dios puede realizar este
milagro de gracia, y lo hace mediante las palabras y los gestos del sacerdote. El
penitente, experimentando la ternura y el perdón del Señor, es más fácilmente
impulsado a reconocer la gravedad del pecado, y más decidido a evitarlo,
para permanecer y crecer en la amistad reanudada con él.
Benedicto
XVI
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