LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR A LOS
CIELOS
La liturgia pone ante
nuestros ojos, una vez más, el último de los misterios
de la vida de Jesucristo entre los hombres: Su Ascensión a los
cielos. Desde el Nacimiento en Belén, han ocurrido muchas cosas: lo hemos encontrado en la cuna, adorado por pastores y por reyes; lo hemos contemplado
en los largos años de trabajo silencioso, en Nazaret; lo hemos acompañado a
través de las tierras de Palestina, predicando a los
hombres el Reino de Dios y haciendo el bien a todos. Y más tarde, en los
días de su Pasión, hemos sufrido al presenciar cómo lo acusaban, con qué saña lo maltrataban, con cuánto odio lo crucificaban.
Al dolor, siguió la
alegría luminosa de la Resurrección. ¡Qué fundamento más claro y más firme para
nuestra fe! Ya no deberíamos dudar. Pero quizá, como los Apóstoles, somos todavía
débiles y, en este día de la Ascensión, preguntamos a Cristo:¿Es ahora cuando
vas a restaurar el reino de Israel?; ¿es ahora cuando
desaparecerán, definitivamente, todas nuestras perplejidades, y todas nuestras miserias?
El Señor nos responde subiendo a los cielos. También como los
Apóstoles, permanecemos entre admirados y tristes al ver que nos deja. No es
fácil, en realidad, acostumbrarse a la ausencia física de Jesús. Me conmueve
recordar que, en un alarde de amor, se ha ido y se ha
quedado; se ha ido al Cielo y se nos entrega como alimento en la Hostia Santa. Echamos de menos, sin
embargo, su palabra humana, su forma de actuar, de mirar, de sonreír, de hacer
el bien. Querríamos volver a mirarle de cerca, cuando se sienta al lado del
pozo cansado por el duro camino, cuando llora por Lázaro, cuando ora
largamente, cuando se compadece de la muchedumbre.
Siempre me ha parecido lógico y me ha
llenado de alegría que la Santísima Humanidad de Jesucristo suba a la gloria
del Padre, pero pienso también
que esta tristeza, peculiar del día de la Ascensión, es una muestra del amor que sentimos por
Jesús,
Señor Nuestro. El, siendo perfecto Dios, se hizo hombre, perfecto hombre, carne
de nuestra carne y sangre de nuestra sangre. Y se separa de nosotros, para ir
al Cielo. ¿Cómo no echarlo en falta?
San José María Escrivá-de las obras del fundador del Opus Dei